Triatlón

 

Triatlón, el deber ser

El pasado 26 de julio, a hora más que prudente de la tarde en México, tuvimos la oportunidad de seguir el triatlón femenino de los juegos olímpicos de Tokio.

Para un semi neófito como yo, fue impresionante ver la competencia, había muchas cosas que no sabía de este deporte. Resultó para mí, hasta el momento, lo mejor de las olimpiadas. Dudo mucho que esta emoción pueda ser superada.

La prueba arranca con 1,500 nadando, en un clima espantoso, con el agua moviéndose fuertemente por el viento. Para los que, como yo requieren ciertos apoyos de referencia para dar la correcta dimensión, estamos hablando de darle 30 vueltas a la alberca de competencia. Mas que sorprendente resulta que el récord varonil de esta distancia en alberca anda sobre los catorce minutos y medio, y estas atletas lo hacen en aguas abiertas y preparándose para dos disciplinas mas en menos de 19 minutos. Así son en general sus marcas, deseables para muchos practicantes de la disciplina de forma individual, solo que ellas lo hacen con las tres sin descanso.

Salen del agua, y entran en una zona donde hay una vasta colección de bicis entre las cuales está la suya. Ya nada mas el arte de correr junto a la bici, descalzas (porque los zapatos vienen pegados a los pedales) y subirse cual cartero de mucho oficio y rodando meter los pies en el calzado ya podría ser una prueba digna de jueces, calificaciones y medallas. Hecho esto, se dan a la tarea de recorrer 40 kilómetros. Los cuales navegaron a una velocidad promedio por encima de los 45 kilómetros por hora. Ya nos gustaría ese promedio de velocidad a los chilangos en alguna vía principal en hora normal, porque en hora pico podemos incluso ir caminando más rápido.

Después de hacer menos de una hora de bicicleta en la que recorrieron el equivalente a ir del aeropuerto de Toluca a Santa Fe (CDMX) se bajan, otra vez mostrando dotes, ahora de panadero con charola en la cabeza, se quitan el casco, que dejan bien colgadito y toman su par de tenis, que se lo van poniendo mientras brincan de a cojito, para no perder tiempo. Y comienzan a correr, les esperan 10 eternos kilómetros más.

La competencia en esta ocasión me enseñó que se trata de una prueba llena de estrategia. Hay que saber en que momento acelerar y en qué momento no. Hay que tratar de ir midiendo a las rivales para predecir lo que intentarán y responder adecuadamente, pero, sobre todo, para tener con que responder.

En el final de la prueba, la competidora de Bermudas (el país, no la vestimenta) tomó una decisiva delantera en la carrera a pie, en plan de “a que no me alcanzan”, y efectivamente, no la alcanzaron.

La atleta que representaba a Estados Unidos lo intentó, pero en lugar de irse acercando se iba alejando. Y era muy emotivo ver el su rostro, primero la incredulidad, luego la desesperación, luego la angustia, y por último la resignación. Todo un duelo de 10 kilómetros al darse cuenta de que, si bien su mente la impulsaba, sus piernas ya iban a su máxima capacidad y no pensaban ir más rápido.

Mientras tanto la competidora de Gran Bretaña, que había sufrido una ponchadura, y había perdido tiempo valioso en ese menester de mantener la bici rodando al ras del rin, aprovechaba la carrera para ir acercándose paulatinamente a su antecesora. De hecho, se veía que la podía rebasar con cierta facilidad, pero decidió escoltarla detrás por un trecho de tres kilómetros. Se veía sonriente, con ese gesto de predador que va saboreando a su presa antes de hincarle el diente, salivando mientras disfruta del sufrimiento que sabe que provoca la seguridad implacable en la presa de saberse el siguiente plato en el festín.

Y así fue, faltando dos kilómetros para la meta supero a su colega de USA y la fue dejando atrás con la cara cada vez más desencajada y de seguro alguna lágrima hubiera salido, si no fuera porque el cuerpo, en ese momento dedica hasta el último mililitro de agua a tratar de no deshidratarse. Mientras tanto la inglesa pelirroja iba esbozando una sonrisa malévola del tipo de: “me da mucha pena manita, pero me la voy a aguantar”.

Así llegaron: Bermudas, Gran Bretaña, USA. Fue una lucha sin cuartel, durísima, en la que demostraron que, además de resistencia y potencia física para ganar, se requiere estrategia, sagacidad y cierta crueldad para hacer perder a las demás, no sin antes haberlas aprovechado para romper el viento, probar la pista, “jalarse” o simplemente sentir que se movían como gacelas, de forma gregaria.

Fue entonces cuando comenzó el espectáculo, lo mejor, lo inigualable: al llegar a la meta gritaban entre ellas cual quinceañeras. Se abrazaban, lloraban unas en los brazos de las otras y viceversa, volvían a gritar, se volvían a abrazar, platicaban, aplaudían a las que iban llegando, las asistían. Aquello era una fiesta entre amigas entrañables. A pesar de que hacía solo unos minutos eran presa y predador, se presionaban psicológica y físicamente y se provocaron frustración, dolor y hasta duelo.

Pero claro, no podría ser de otra manera. Solo ellas saben lo que representó llegar hasta ahí. Ellas que se han visto cada competencia, cada nueva oportunidad de volverlo a hacer. Y ahora están haciendo, lo que han hecho tantas veces, solo que enfrente de los demás. La celebración esta llena de honor, de respeto y sobre todo de una solidaridad genuina. Se parece tanto a las artes marciales, hay violencia, es rudo; pero por sobre todo hay amor, hay cuidado, y hay una clara línea que divide la competencia de la amistad.

La piel se eriza al ver las escenas de la llegada y la premiación. Brincamos, gritamos y … bueno, casi hasta nos sentimos quinceañeras, con ellas. Me descubro una lágrima solitaria saliendo de mi ojo izquierdo, furtivamente y sé que se trata de una gran alegría, porque soy testigo del bien, de lo mejor del espíritu humano y de esto, y no de otra cosa, se tratan los juegos olímpicos.

Paco Alegría

 

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