L’innocent
Era un niño pequeño, cuatro años a lo más. Asía fuertemente
la mano de su papá emocionado, mientras caminaban con un poco de dificultad
entre paja, tepetate y penetrantes olores de estiércol. Sin embargo, la emoción
los hacía ser ciegos a las incomodidades y la expectativa crecía a cada paso al
acercarse a la pequeña taquilla que se abría en un costado de una vieja caja de
trailer.
Una vez adquiridas las correspondientes entradas, pasaban guiados
por una muy maquillada mujer, a través del pequeño túnel que daba acceso al
interior de una carpa. Para el niño era como entrar a un enorme palacio a
través de un calabozo oscuro y secreto, para encontrarse adentro con radiantes
colores en el suelo de la pista, iluminada por dos luces seguidoras
potentísimas que hacían que el brillo fuera mucho mayor.
Las luces se apagaban mientras se escuchaba una voz dando la
bienvenida al mejor espectáculo del mundo: El Circo. Al momento saltaban a la
pista jinetes a caballo, llamas, perros entrenados, el taquillero que les había
vendido los boletos que ahora enseñaba el torso desnudo y cargaba un látigo y
un fuete; la señorita que les había mostrado el camino hacia adentro del
espectacular palacio, que ahora estaba adornada con plumas y portaba un
ajustado traje de lentejuelas, hasta un pequeño grupo de desnutridos trapecistas. El
desfile, visto por el niño era espectacular, iba custodiado en la retaguardia
por un simpático y amigable elefante que comía algo de pasto mientras marchaba
lentamente.
Los actos se sucedían sin dejar respiro, los trapecistas hacían que contuviera el aliento en cada salto mientras el redoblante ponía
tensión en el ambiente; el valiente domador de fieros tigres que producía un ensordecedor
chasquido cada vez que blandía hábilmente el látigo, ante lo cual los tigres
rugían, protestaban, pero al final obedecían y saltaban de un lado a otro a
través de un aro, incluso cerraban el acto prendiéndole fuego al aro; el niño
sabía que los tigres le temían al fuego, era uno de los grandes aprendizajes de
su, hasta entonces, película favorita, El Libro de la Selva. El mismo domador, ahora con botas y chaleco de cuero, hacía acto de agilidad para subirse y
bajarse del elefante mientras éste estaba parado solo en dos patas y lo saludaba
“de mano” con su trompa.
Dentro de cada acto se escuchaban los redobles de un tambor
que le erizaban la piel; en algún momento más adelante él mismo se iba a
obsesionar con poder tocar el redoblante así, creyendo que haría el mismo
efecto en otras personas.
Con cada acto se emocionaba más, y de vez en vez buscaba ver
reflejada en el rostro de su papá esa misma emoción que lo desbordaba. Recibía a
cambio una mirada cargada de sentimiento, que él interpretaba como sorpresa, impresión,
hasta entusiasmo por lo que estaban mirando y no porque su padre lo estaba
mirando a él; se sentía completo.
Mientras duraba la temporada en que el circo estaba en algún
terreno cerca de su casa, ésta escena se podía repetir cada dos semanas, después
el circo, errante como siempre se iba. Pero siempre quedaba la tranquilidad de
que volvería para una nueva temporada, y el ritual de padre e hijo se repetiría
otra vez.
Mucho tiempo ha pasado, mas de 40 años, y hoy hay una
historia diferente:
Un “Inocente”, solitario y a veces triste payasito juega con
su cometa mientras añora poder tener amigos y pertenecer a algún grupo y pide a
los entes mágicos de la noche que acudan en su ayuda. Como en las mas trilladas
historias de hadas, aparece un personaje mágico que le entrega una especie de “varita”, que en este caso desata los mas espectaculares efectos de luz y sonido
y con ellos una andanada de actos de impresionantes habilidades, destrezas,
valor y características tan asombrosas que cuesta trabajo mantener la boca
cerrada mientras uno los observa. Ahora no hay redoblantes, o mas bien no solo redoblantes;
ahora hay toda una orquesta en vivo, y la música se convierte en parte fundamental
del show. Ahora no hay una mujer con plumas y lentejuelas, hay muchas; y el hombre
de torso desnudo ahora es representado por una horda de fuertes, ágiles y
musculosos hombres, capaces de hacer una torre de sillas con ellos arriba, de
cargar y atrapar a ágiles acróbatas que vuelan por el aire haciendo
indescriptibles piruetas.
Durante toda la historia, todos los que van apareciendo
invitan al payasito a soltar su cometa y unírseles. Pero el payasito, si bien
se siente atraído por la oferta, se niega a soltar su cometa porque es el único
objeto-amigo que ha estado ahí siempre para él.
Al final, enmarcados con una hermosa canción plagada de
alientos, una sincopada batería, coros melodiosos y una armonía deslumbrante y
esperanzadora, lo convencen, la magia sucede. El “Inocente” payasito accede a
dejar ir su cometa, y quedarse con ellos. La cometa se eleva y se convierte en
una estrella que lo iluminará para siempre, y él se da cuenta de que esa era la
parte que faltaba para que la magia se completara, darse cuenta de que su
cometa siempre estará ahí con él.
En ese momento, y con una pequeña lágrima rodando por la mejilla, el niño, cuarenta
años mas grande, voltea a ver los ojos de su hijo que emocionado busca en su
mirada la complicidad de la emoción y el entusiasmo, es aquí donde entiende la
mirada de su padre, se da cuenta de que su cometa sigue estando ahí, con él
desde entonces y la magia del circo siempre lo acompañará.
Paco Alegría
Diciembre 2022
https://open.spotify.com/track/79NvOn5z1gmBhZMvAdaZzv?si=b7526c6079294921


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